Mamá tuvo la culpa. Fue ella quien quizás sin proponérselo me
abrió las puertas de la inconformidad y ya diré por qué. Yo no sé si la
adicción por la carretera y el movimiento se heredan pero si es así entonces yo
no tenía otra opción. Hijo como soy de migrantes andinos, con una madre que
dejó atrás su infancia ayacuchana y que luego de subirse a la tolva de un
camión y al viejo vagón de un tren puso pie en Desamparados, y de un padre que
cruzó las cordilleras ancashinas para plantar el germen de sus sueños en el
cemento limeño, era inevitable que el hablar de viajar, moverse, irse, siempre
tuviera una especie de encanto para mí, un nexo inquebrantable con el mismo
acto de vivir.
Como muchos viajeros ese deseo de conocer otros lugares se
formó en mí cuando era niño. Esperaba con ansias las vacaciones porque sabía
que Mamá me iba a llevar a Ayacucho a visitar a los parientes. Y eso que los
viajes no eran una maravilla, por decirlo de alguna manera. Teníamos que rogar
que el único conductor de uno de los pocos buses que había no parpadease nunca
en las 16 horas de viaje -hoy el viaje se hace en 9 horas- por territorios
baldíos, alturas inimaginables y carreteras que ni siquiera merecían ese
nombre. Pero la naturaleza no era el único escollo, también lo era el hombre.
Era la época del miedo: los militares, los ronderos o los terroristas detenían
el bus y luego de preguntas, arengas, pedidos de colaboración y demás nos
dejaban ir.
En Ayacucho conocí lo más luminoso y lo más oscuro que como
país tenemos. Entre las noticias de desaparecidos y de cuerpos encontrados en
el fondo de los abismos, de bombas y balaceras, del abuso y del miedo que todo
lo parecía corroer también me maravillé viendo trabajar a los eximios artesanos
de Quinua, también fui feliz escuchando a los primos entonar la poesía del
huayno, y aluciné mirando esos inmensos retablos y fachadas de las maravillosas
iglesias huamanguinas. Regresar a Lima era traer mil recuerdos pero también
insatisfacción. En la capital parecía que nadie tenía interés por lo que pasaba
más allá de esa muralla de niebla que limitaba la ciudad cada invierno. Yo solo
quería volver a salir, tomar la mochila de nuevo y moverme.
Vivíamos en Comas, un distrito peculiar y donde había muchos
problemas, algunos parecidos a los que había en Ayacucho: miedo, violencia, balaceras,
cochebombas, fogatas encendidas en las laderas de los cerros representando la
hoz y el martillo. Pero faltaba la belleza y la poesía que sobraba en los
Andes. Entonces, queriendo escapar de esa realidad agobiante me refugiaba en
libros de viaje o de historia, en mapas, en fotografías, compraba viejas
revistas de viajes en la calle Camaná del centro de Lima, y me ponía a viajar
mentalmente. Desde entonces he sabido que un viajero es un ser insatisfecho, un
inconformista, un curioso insaciable; un ser humano al que la vida, donde sea
que le toque vivirla, le parece insuficiente, incompleta sino tiene esa
experiencia satisfactoria que es viajar.
Desde entonces todos los actos y decisiones de mi vida han
tenido que ver con los viajes: mis estudios en Cenfotur que me dejaron conocer
con más profundidad el Perú; mi trabajo en Explorandes que me permitió viajar
haciendo el mejor trabajo del mundo: guía de turismo; la amistad que me
prodigaban personas maravillosas que me cobijaban en sus casas en distintas
partes de Sudamérica; los deseos de vivir y crecer que me llevaron a vivir en
Argentina, Inglaterra, España, y
Alemania. Pero he sido más feliz viajando por el Perú pues aquí he ido en busca
de los murales andinos de las iglesias de la sierra limeña; he terminado
hechizado viendo colibríes en Leymebamba o las ropas de las mujeres lamistas en
el Santa Rosa Raymi de Lamas; he viajado en polvorientas tolvas de camiones para
salir de Levanto o de Huancaya y hasta dormí en el piso de un bar en un pueblo
entre Pucallpa y Aguaytía debido a un paro cocalero. Y ahora que he vuelto a vivir aquí sé que vendrán más satisfacciones.
Algunos creerán que soy millonario por haber viajado mucho.
Debo reconocer que soy un afortunado pero que dinero es lo que menos poseo, y
de haber esperado tenerlo quizás seguiría sin salir de Lima. Cuando uno quiere
llevar a cabo sus sueños de viaje pone su vida en función de ese anhelo y nada
lo detiene, ni siquiera algo tan efímero como el dinero. No hay ningún sitio a
donde tus pies no te puedan llevar, no hay ningún trabajo que tus manos no
puedan hacer. Solo necesitamos ganas y menos pretextos. Afuera el mundo espera
por nosotros.
Yo creo que el viaje es uno de los mejores -sino el mejor-
modo de invertir ese préstamo tan corto y efímero que se nos ha dado y que es
la vida. Nos vemos en la ruta.
(Escrito aparecido con el título EL VIAJERO DE LA SEMANA, en la edición 118 de la Revista Solo para viajeros, de Perú)
2 comentarios:
Antes la cosa era difícil man, se lo que es sufrir en provincias, a pesar que yo iba por la costa, sendero igual te paraba cuando estabas en poblados alejados, de ahí aprendí que para llegar a sitios diferentes muchas veces tienes que viajar en buses destartalados y que no sabes si llegaran a su destino jaja... eran otras épocas. Ahora incluso Comas es diferente a como era antes, de niño tenia que caminar cerca de 10 cuadras para llegar a la Av. Tupac Amaru a tomar micro, porque era la única avenida que existía y la zona era mas movida, ya mucho de eso ha cambiado, ahora todo esta mejor. Saludos barrio y que sigan los viajes.
Hola Axl, no me digas que también eres comeño!! joeeeeerrr... qué coincidencia tio!! saludo por eso jajajaja... Sí, la verdad es que cuando vuelvo al barrio veo que muchas cosas han cambiado y ahora las facilidades están más a mano, hay cierto florecimiento, ese progreso es necesario, pese a que tiene sus partes malas, pero es el precio que hay pagar, espero que las cosas sigan así, poco a poco y avanzando... un abrazo y gracias por tu visita como siempre, a ver cuando me pongo al día leyendo tu blog...!
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