[…] En mayo los días eran como Egipto, de color rosa. En la
plaza, la luz desbordaba todos los límites y ondeaba. En el cielo, los cúmulos
de nubes veraniegos arrodillábanse esponjosos tras las grietas de luz,
volcánicos, muy marcados, y Barbados, Labrador, Trinidad, se teñían de color
rojo, como vistos a través de gafas de rubíes; durante sucesivos pulsos y
embelesamientos, en el transcurso de ese rojos eclipse de la sangre que late en
el cerebro, la corneta de Guayana atravesaba el cielo, crepitaban todas sus
velas. Se deslizaba, haciendo resonar las telas, pesadamente, entre gruesas
cuerdas y gritos de remolcadores, entre la indignación de las gaviotas y el
resplandor rojo del mar. Entonces, crecía en todo el cielo y se desplegaba
ampliamente, inmenso, un confuso aparejo de sogas, escaleras y perchas,
bramando, la tela desdoblada en lo alto, se rompía el prolífero espectáculo
aéreo de velas, baupreses, foques, en cuyas ventanillas aparecían por instantes
pequeños, ágiles negritos corriendo en ese laberinto telar, extraviándose entre
las señales y las figuras del fantástico cielo de los trópicos.
Más tarde, el escenario
cambia; en el cielo, en las masas nubosas, culminaban hasta tres eclipses,
humeaba la brillante lava trazando con una línea luminosa los severos contornos
de las nubes, y –Cuba, Haití, Jamaica-, el seno del mundo, ahondaba, maduraba
cada vez más visiblemente, lograba lo esencial y, de repente, toda la
quintaesencia de esos días se derramaba: la oceanidad murmurante de los
trópicos, archipiélagos azules, dichosos atolones, torbellinos ecuatoriales,
monzones salados.
Con el álbum
de la mano leía la primavera. ¿Acaso no era ella un gran comentario de los
tiempos, la gramática de sus días y noches? Esa primavera declinaba en
Colombia, Costa Rica y Venezuela ya que, en realidad, México, Ecuador y Sierra
Leona no son más que una rebuscada superficie, un refinamiento del sabor del
mundo, una postrera y definitiva posibilidad, un callejón sin salida del aroma,
en el que se pierde el mundo en sus búsquedas ensayando todas las escalas del
teclado.
Lo
importante es no olvidar, con Alejandro Magno, que ningún México es el último,
que es sólo un punto de paso, que el mundo va más allá y, tras cada México, se
abre un nuevo México todavía más deslumbrante, archicoloreado y superaromático.
Bruno Schulz, Primavera, XIX, en Sanatorio Bajo la Clepsidra.
Madrid: Editorial Siruela, 1998 .
Imagen obtenida en http://fcit.usf.edu/holocaust/gallery/p175.htm |
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