Mas con
esas y otras lecturas iba aprendiendo que ni la vida ni el mundo eran, o al
menos no eran sólo, aquel rincón nativo, aquellas paredes que velaban sobre su
existir infantil; y sembrando así para la curiosidad adolescente la semilla, el
germen de una dolencia terrible (terrible en el caso, que precisamente era el
suyo, de quien, privado de fortuna debiera afincar en un sitio y pasar allí la
vida, ganando en un trabajo ingrato lo suficiente para llegar de un día a
otro): la dolencia que consiste en un afán de ver mundo, de mirar cuanto se nos
antoja necesario, o simplemente placentero, para formación o satisfacción de
nuestro espíritu.
Y poco a
poco, exacerbado el mal con la crisis del crecimiento juvenil, la sirena de un
buque en el puerto o el silbato de un tren en el campo le herían como una
puñalada, al provocar a
su imaginación siempre dispuesta al periplo. Mucho más si se cree, como creía
él, que lo que nuestro deseo no halla al lado va a hallarlo a la distancia. Viejo
es aquello que dijo alguno: quien corre allende los mares muda de cielo, pero
no muda de corazón; lo cual acaso sea verdad (no en este caso particular de que
hablamos), mas nunca sabremos que no mudaríamos de corazón, de no correr
allende los mares. Lo cual de por sí sería ya razón suficiente para ir de un
lugar a otro, manteniendo al menos así, viva y despierta hasta bien tarde, la
curiosidad, la juventud del alma.
El viaje
OCNOS.
Luis
Cernuda
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