[…] Como se
ve, en el transcurso de un día de excursión hay una gran variedad de estados de
ánimo. Entre la alegría del comienzo y la flema feliz de la llegada, hay un
cambio ciertamente grande. A medida que avanza el día, el viajero va pasando de
un extremo hacia el otro. Cada vez está más unido con el paisaje material, y la
ebriedad del aire libre hace grandes progresos en él, hasta que se para junto
al camino y ve todo lo que le rodea como en un sueño placentero.
[…] Uno llega
a un mojón en una colina, o a un lugar donde anchos caminos se encuentran bajo
los árboles; se quita la mochila y se sienta a fumar una pipa a la sombra. Se queda
ensimismado y los pájaros se acercan a mirarle; el humo se disipa en la tarde
bajo la cúpula azul del cielo; el sol se posa cálidamente sobre sus pies y el
aire fresco visita su cuello y agita su camisa abierta. Si no es feliz es que
debe tener mala conciencia. Uno puede perder todo el tiempo que quiera junto al
camino. Es casi como si hubiese llegado el milenio, cuando tiraremos los
relojes por la azotea y no nos acordaremos más de la hora y de las estaciones. No
respetar horarios durante toda una vida es –iba a decir- vivir para siempre.
[…] Y
parece como si una caminata enérgica le purgara a uno, más que cualquiera otra cosa, de
toda estrechez y todo orgullo y dejara que la curiosidad se manifestara
libremente, como en un niño o un hombre de ciencia. […]
[…] Porque
estamos tan ocupados y tenemos tantos proyectos remotos que realizar, y
castillos en el fuego que convertir en sólidas mansiones habitables sobre un
suelo de grava, que no podemos encontrar tiempo para realizar viajes de placer al País del
Pensamiento y entre las Colinas de la Vanidad. […]
[…] Tenemos
tanta prisa por hacer, por escribir, por acumular posesiones, por hacer audible
nuestra voz un instante en el silencio burlón de la eternidad, que olvidamos
aquello de lo que estas cosas no son sino partes, a saber: vivir. […]
[…] Y ahora
uno debe preguntarse, cuando todo está hecho, si no habría estado mejor sentado
al amor de la lumbre en su casa y siendo feliz pensando. Estar sentado en calma
y contemplar –recordar sin deseo los rostros de las mujeres, sentirse
complacido sin envidia de las hazañas de los hombres, serlo todo y estar en
todas partes con armonía, pero contento de seguir estando donde no está y de seguir
siendo lo que uno es-, ¿no es esto conocer la cordura y la virtud, y morar en la
felicidad? […]
Excursiones
a pie, Robert L. Stevenson
José J. De
Olañeta, Editor. 2010.
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