Luis Sepúlveda es un escritor
apasionado por los viajes. Ha recorrido medio mundo y seguro que lo sigue
haciendo: lo último que supe de él es que publicó, no hace mucho, un libro
sobre la Patagonia que hizo junto con el fotógrafo Daniel Mordzinski. Como bien lo dice su titulo, el libro que aquí
comento (o resumo, para expresarme con más propiedad) habla también de ese
territorio mítico, plagado de
leyendas e historias reales que superan cualquier
verosimilitud, y al que englobamos en ese nombre que al ser pronunciado parece
percutir: Patagonia.
El viaje
que en este libro se nos cuenta no tiene nada de lineal ni ordenado, al
contrario, es un todo de fragmentos (¿influencia chatwiniana?) en el que el
autor nos va llevando por Sudamérica y Europa para, finalmente, ir hasta el
extremo sur del continente americano (América no solo es Estados Unidos).El
título puede ser engañoso ya que uno creería que va a leer un libro que se basa
solo en esa zona sin embargo en gran parte de él se nos habla del recorrido vital
del escritor por otros lugares.
El inicio
no puede ser más enganchante: el autor recuerda una infancia en la que su
abuelo, un expatriado español rebelde y tierno, tiene una gran influencia en
sus ideas y le hace prometer que alguna vez irá al pueblo de Martos, de donde
el anciano tuvo que huir. ¿Qué hay en Martos?, ¿Por qué ir hasta allí? La
pregunta empieza a desovillar la historia...
Y así
empieza la vida nómada del narrador, incómodo en un país en donde el abuso de
una dictadura se cernía sobre aquellos que no pensaban como el régimen, es
expulsado con una "L" en el pasaporte: ¿Libre?, ¿libertino? Se suceden varios
pueblos sudamericanos en su recorrido: desde la fría y poco agraciada La Quiaca (quien la ha conocido me
puede dar razón de ello), pasando por ese infierno tropical (he sentido y
sufrido sus calores) al que llaman Machala,
hasta Colombia. Por allí se mueve
nuestro héroe, buscándose la vida como profesor, como negro literario en una
hacienda donde le intentan casar con la hija solterona de una familia de
terratenientes, de lo que se salva por la advertencia que le hace un trabajador
de la misma hacienda (quizás la parte menos lograda y persuasiva del
libro). El viejo mundo espera al chileno errante y por allí se mueve con
la misma vitalidad, entre otros expatriados heridos de melancolía por la tierra
a la que no les dejan
volver. Y es allí justamente donde hay un quiebre en la historia y por fin
entendemos mejor el título: aparece, con su ironía muy inglesa y su elegancia
para decir las cosas, el mismo Bruce
Chatwin (cada vez que se habla de la Patagonia aparece el inglés, ¡es como
sí lo hubiese inventado él!... a propo, publiqué hace un tiempo un comentario sobre su fascinante libro"Anatomía de la inquietud") a quien el autor ha (re)construido tan bien que el
lector no puede dejar de imaginar al gran Bruce de ese modo, con ese estilo y
carácter.
Y por fin
el exiliadlo vuelve a su patria (la literatura de viajes es al fin y al cabo
eso: una descripción del movimiento que permite encontrar algo que faltaba para
cerrar círculos vitales sin los cuales el personaje principal no estaba
completo), para no parar hasta la misma Patagonia y dar inicio a la mejor parte del
libro. Sepúlveda nos inserta en ese mundo de un modo magistral: no nos narra
una historia de sí mismo, de la metamorfosis personal que pudo haber sentido o
tenido durante el viaje, sino más bien que le da voz a lo que es más importante
en un lugar: su gente, porque eso es un sitio, su gente, quienes viven allí.
Y así,
entre bellas y escuetas descripciones del paisaje, nos sentimos amigos de esos
patagones con los que el autor se cruza, porque tienen un ingenio y un sentido
del humor que muy pocos pueblos deben de tener: personajes amables y
excéntricos que son protagonistas de historias increíbles, tremebundas,
maravillosas, tristes y tiernas (la de Panchito y el delfín, por ejemplo, llega al alma),
un aviador llevando un muerto con medio cuerpo al aire, masacres, ex nazis de
buen corazón y más. Poco importa si esos personajes existieron o no pues están
tan bien construidos, tan insuflados de vida “literaria” que el lector no duda ni
un segundo de su existencia.
Es entonces
que nos enteramos que Sepúlveda llega hasta allí para realizar, él solo, el
proyecto que tenía con su amigo Chatwin; es el momento en el que comprendemos una
de las motivaciones del viaje: cumplir la palabra dada a la gente que se quiere
y que ya no está, pues no solo se va a la Patagonia para terminar el proyecto
soñado con el amigo ausente, sino que también, en otro salto narrativo inesperado,
nos lleva al final hasta Martos donde se guarece el recuerdo de aquel abuelo
inconforme e iconoclasta que enseñó a su nieto a ser libre, y una de las
mejores maneras de serlo era justamente así: cogiendo la mochila y yendo a ver
los caminos y gentes del ancho y ajeno mundo.
Pablo.
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