En la
geografía como en la vida, el vagabundo imprudente puede llegar a una zona de
silencio, a uno de esos periodos de calma vacía en que las velas colgantes
condenan a una tripulación entera a la demencia o al escorbuto. Es raro que
alguien se tome la molestia de prevenirlo.
No se viaja
para adornarse de exotismo y de anécdotas como un árbol de Navidad, sino para
que el camino nos desplume, nos enjuague, nos exprima, nos ponga como toallas
raídas por los detergentes que ofrecen con un pedazo de jabón en los burdeles.
Se aleja uno de las coartadas, de las maldiciones natales, y en cada fardo
mugriento llevado a cuestas en salas de espera repletas, en los pequeños
andenes de estación, abrumadores de calor y de miseria, lo que uno ve pasar es
su propio ataúd. Sin este desapego y esa transparencia, ¿cómo esperar que los
demás vean lo que uno ha visto? Volverse reflejo, eco, corriente de aire, mudo
invitado al pequeño rincón de la mesa antes de decir cualquier cosa.
Mi cabeza se
resiste a abrirse y me duele. Con frecuencia lloro sin saber por qué. Los
empleados de correos me pierden con arrogancia esas cartas de Europa que
necesito tanto como la sangre. Así que me quedé en la última, en donde ustedes
me dicen que esta estadía no me sirve de nada, que la isla me está quemando los
nervios y que no es posible encargarse de lo que les envío, pues el lector
occidental no está preparado. Estoy de acuerdo, pero viajo para aprender y
nadie me había enseñado lo que estoy descubriendo aquí.
No se viaja
sin conocer esos momentos en los que todo aquello de lo que uno estaba seguro
se escabulle y nos traiciona como en una pesadilla. Detrás de ese desenlace
aterrador, más allá de ese punto cero de la existencia y del final del camino,
debe de haber todavía algo más.
Nicolás Bouvier, El pez escorpión, Editorial Altair
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