Este libro más que un libro de viajes es un libro sobre “el viaje”; es decir, no hay en esta colección de escritos uno que nos cuente detalladamente las características de un determinado lugar y las andanzas del escritor por el mismo sino que todos ellos hablan sobre ideas, recuerdos, conceptos y personajes que tienen como eje central el viajar, el moverse, la aventura. Y aunque ANATOMIA DE LA INQUIETUD no fue concebido como un todo orgánico, pues fue publicada después de la muerte del gran BRUCE CHATWIN, los editores han tenido el buen tino de agrupar estas piezas dispersas siguiendo unas “líneas maestras” que son el reflejo de las ideas que obsesionaban al aventurero y escritor inglés.
De entrada, en la sección llamada HORREUR DU DOMICILIE, que es una frase de Baudelaire, conocemos la simiente de la que nacería la sed incorruptible de aventuras y deseos por lo exótico que fueron el norte hacia donde Chatwin dirigió siempre su vida: una niñez errante con una madre que iba de aquí para allá; las historias de antepasados de vidas intensas; su adicción a los mapas y a las lecturas hasta que cae en sus manos PLANET AND GLOW-WORM de la gran EDITH SITWELL gracias al cual se entusiasma por la vida de personajes como Baudelaire, Nerval, Rimbaud, Li Po y otros vagabundos chinos que serían siempre una referencia en sus ensayos sobre el nomadismo. Pésimo en los estudios, entra a trabajar como mozo de almacén en una famosa casa de subastas donde, aguijoneado por la curiosidad de lo que veía, aprende a apreciar las cerámicas chinas y la cultura africana sobre las que llega a convertirse en un erudito. Transformado en un consumado coleccionista, su experticia se hace evidente al poder detectar cuadros falsos o descubrir un Gauguin en un castillo escocés; pero, inquieto como era, se aburre del mundillo del arte, al que considera “un tanatorio”, y se larga hacia Afganistán. Le descubren un desperfecto orgánico en los ojos por “exceso de trabajo” así que se va a Sudán en busca de espacios geográficos más amplios que ayuden a volver a mirar sin problemas. Allí viaja a pie y en camello por los montes del Mar Muerto y de la simplicidad con la que en ese lugar se vive le nace un furor iconoclasta, “una especie de odio islámico a la imagen”, por los objetos. Vuelve a Inglaterra y vende muchas de las cosas de su colección excepto los “abstractos” que era los que adoraba como un colgante peruano de plumas de loro azules y amarillos. Otra vuelta de tuerca vital se aviene: estudia arqueología en Edimburgo, fría ciudad que, por los escritos que hizo sobre Stevenson, parece que no le gustó para nada. Se aburre de nuevo de los estudios y los deja.
La idea de un libro lo acucia, lo tiene en ascuas. Sus primeras experiencias errantes le han dado inspiración para intentar responderse la pregunta que se haría toda la vida: ¿por qué nos movemos?, ¿por qué el hombre necesita salir, dejar lo conocido, buscar lo nuevo? Planifica un libro que demostrase que el ser humano es nómada por naturaleza y al haber renunciado a esa característica se condenó a vivir entre paredes y a desahogar sus fantasmas con violencia y estupidez. Lamentablemente el libro se volvió un magma incontenible de ideas y lo abandonó. Fracasado y deprimido, con 33 años, pobre y sin muchas expectativas acepta un trabajo en un diario londinense que le permitiría viajar y hacer entrevistas. Una de ellas se la hace a la arquitecta Eileen Gray quien en 1975 le muestra un mapa de la Patagonia. Chatwin se ilusiona con la posibilidad de poder ir allí, envía un telegrama a la oficina del periódico con una frase escueta: “Marcho a la Patagonia…” y entonces empieza la leyenda.
Aquel libro que nuestro escritor no pudo terminar iba a ser una especie de “Anatomía de la inquietud”, frase de Pascal, y del que solo sobreviven ideas, fragmentos y esbozos, muchos de los cuales están en el trabajo que aquí comentamos y que en mi opinión es un extraordinario mirador que nos permite observar con claridad al escribidor y aventurero que iba a ser Chatwin; nos hará entrar de lleno en su mundo y entender mejor sus gustos, sus manías, reflexiones y estilo.
Como bien dije al principio, este libro más que describir un lugar determinado que se visita durante un viaje habla sobre el viaje mismo aunque eso no impide que haya alusiones a lugares como Londres (“Un lugar donde colgar el sombrero”), donde el escritor buscaba residir en una casa en un barrio cosmopolita donde el inglés fuera “una lengua perdida”; o Toscana que es uno de sus lugares favoritos para escribir al amparo de la protección de los Von Rezzori, trotamundos e inquietos como él; o Timbuctú de cuya historia y peculiaridades escribe aunque muy poco ya que se centra sobre todo en esa dicotomía de lo mágico y lo real que envuelven a esa ciudad: una donde el Niger curva hacia el Sahara y la otra mental, envuelta en mito y leyenda, de la que todos han oído hablar pero casi nadie ha visto o puede localizar en el mapa.
El bloque en el que se encuentran los cuentos “Leche”, “Los atractivos de Francia”, “El patrimonio de Maximilian Tod”, sin ser el punto más alto de su narrativa, no dejan de tener interés. Todos ellos están plagados de seres errantes, nómadas, soñadores que miran en otro país, otro mundo, una especie de salvación. Así, en “Leche”, es un muchacho norteamericano el que huye al África cansado de una vida conservadora y se enamora del continente hasta el punto de casi mimetizarse con sus habitantes; por otro lado, en “Los atractivos…” hay tres personajes pero uno es el que más me llamó la atención: un muchacho africano que deambula por el norte del continente triste por no habérsele dejado ir a Francia a trabajar en lo suyo. La vida es paradójica, ya se sabe, y estos dos personajes, el yanqui y el africano, muestran aquello de que “un lugar puede ser un paraíso para quien lo visita, pero un infierno para quien tiene que vivir en él”. Por su parte “El patrimonio…” es un cuento que empieza con un estilo recargado con el que se enumera las cosas que forman la colección de un tal TOD y que gira sobre el tema que es casi una constante en la obra de Chatwin: el coleccionismo. Pero a mitad de la historia hay una vuelta de tuerca impresionante y conocemos mucho mejor a quien nos narra el cuento y sabemos mejor sobre su azarosa, aventurera y alucinante vida. Es un personaje que parece haber sido construido con recuerdos de la gente que el escritor conoció o de quienes oyó: por ejemplo, es inevitable no reconocer a Ernst Grosse, de quien habló en UN LUGAR DONDE COLGAR EL SOMBRERO, en el personaje que introduce a Tod en la cultura japonesa; o la vida misma del narrador del cuento parece inspirada en la de Malaparte, uno de los tres escritores de los que Chatwin habla en el excelente texto “ENTRE LAS RUINAS”. Tod es ominoso, un nómada erudito y refinado que se acomodó a los tiempos cambiantes en las que vivió. Es soldado del Reich y pelea en la guerra por “razones estéticas”; es herido, vaga por Escandinavia y se escapa a la Patagonia, como muchos nazis que huyeron a Sudamérica; allí se vuelve glaciólogo y termina al final en los calientes desiertos de Atacama, loco y asesino. En mi opinión es una de las mejores piezas del libro.
Sin embargo, son las piezas que constituyen el segmento llamado “LA ALTERNATIVA NOMADA” en donde vemos al mejor Chatwin. Todas ellas son magníficas variaciones sobre un tema vital en la vida de este escritor: el acto de renunciar a la estabilidad para andar por el mundo; y son, a su vez, una exhibición de sapiencia en la que no faltan referencias bibliográficas propias de un erudito. El inquieto escribidor se sumerge en la antropología, psicología y medicina; en la historia, filosofía, poesía y hasta en la religión para traernos, desde el fondo de ese pozo de saber, una luminosa y clara justificación que ensalza el deseo del movimiento perpetuo, parte de la naturaleza humana a la que hemos renunciado para convertirnos en seres “estables” e irascibles, siempre en competencia y faltos de imaginación. Aunque, pese a estar infectado de eso que Kapuściński llamó el “contagio de viaje”, hay bajo todo ese ímpetu que le despierta el movimiento un deseo de volver a casa del que nadie puede escapar: “el vagabundeo puede resolver parte de mi curiosidad natural y mi tendencia a explorar, pero entonces me siento tironeado hacia atrás por una nostalgia de mi hogar. Siento la compulsión de errar y la compulsión de regresar.”, sentimiento que sentiría hasta el mismo Hermann Hesse, otro hombre itinerante y escurridizo quien en EL CAMINANTE confiesa la contradicción en la que se debate pues experimenta “De un lado la añoranza de una patria interna, del otro la ansiedad por estar en el camino”.
Pero éstos trabajos no son un simple alarde de conocimientos; la desnudez del estilo, el entusiasmo indomeñable con el que se refiere a otros escritos u otros viajeros le confieren a estos pequeños ensayos una cercanía tal que parece que el escribiente más que explicar ideas a los demás se los estuviera explicando a sí mismo y de ese modo entenderse mejor; así Chatwin nos descubre su geografía íntima pues mientras escribe parece mirarse reflejado y justificado en las aventureras vidas y filosofías de esas gentes sobre las que ha leído y oído.
Finalmente, a los dos segmentos que cierran el libro se les ha denominado RESEÑAS y EL ARTE Y EL ICONOCLASTA. En el primero se hace gala de un profundo y lúcido conocimiento de los temas comentados: una biografía de Stevenson cuya leyenda desmitifica y pone en entredicho y que seguramente a más de uno no gustará; y una crítica a un libro de Wilfred Thesiger, otro aventurero británico con cuya vida nómada seguro se identifica y por quien no oculta su admiración. EL ARTE Y EL ICONOCLASTA tiene varios escritos pero considero que “Entre las ruinas” es el mejor. Allí se nos cuenta sobre las vidas de tres escritores con quienes seguro Chatwin se veía, en parte, parecido: Axel Munthe, Jacques Adelswärd-Fersen y Curzio Malaparte. Los tres tuvieron vidas exageradas, que parecen casi inventadas, imposibles; fueron intelectuales, hedonistas, amantes de la belleza, excéntricos, aventureros, sexualmente ambiguos, soñadores, fascistas y vivieron en la isla de Capri que debe su fama a que allí vivió el emperador Tiberio a quien Suetonio consideraba un vil viejo pederasta, cruel y enloquecido. En mi opinión el retrato más logrado es el de Malaparte cuya fantásticas aventuras, proyectos y vicisitudes podrían tranquilamente ponerlo entre esos escritores fascistas cuyas vidas Roberto Bolaño inventó en su magnífica “La literatura nazi enamérica”.
Decir de Bruce Chatwin que fue solo un gran aventurero sería reducir su importancia como intelectual; él es un eslabón en esa brillante cadena de eruditos, inquietos y aventureros escritores ingleses (Livingstone, Sterne, Lawrence, Brenan, Leigh Fermor, etc.). Sus páginas, reales o ficticias, nos ayudan a seguir azuzando el fuego del sueño del viaje y del movimiento; de ahí que leer estas piezas reconfortan y entusiasman al viajero lector y seguro que hará que más de uno encuentre en ellas ciertas justificaciones para tomar la mochila e irse. Total, el mundo está allí afuera, esperándonos.
Pablo
Pablo
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