No, no fui yo. Pero al menos espero serlo en el corazón de los amigos que hice en Londres. A quien me refiero es a un pequeño osito que
se ganó el corazón de los ingleses con su entusiasmo, ternura y buena educación; y marcó la vida de miles de niños británicos; muchos de ellos hoy venerables
hombres y mujeres.
No es raro verlo detrás de los cristales de todas las
tiendas de souvenir en Londres; en pegatinas; en camisetas y en la portada de
algunos libros. Su indumentaria es inigualable: un abrigo azul que casi le llega a las rodillas; un
ancho sombrero rojo y, a veces, unas botas “Wellington” por calzado.
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Pero, ¿cómo es que este, mi dulce paisano, llega desde el remoto, bello y trágico país sudamericano a posicionarse
como el plantígrado más querido por la chiquillada de Londres?
Se llama Bond, Michael Bond, y nunca imaginó que comprarle
un peluche a su esposa lo haría famoso y millonario. Corría el año 1956 y ese
muñeco le dio la inspiración suficiente para crear una historia: la de un osito
que llegaba a Londres desde el “darkest Africa”. Parece que nuestro hombre no
tenía muchas nociones de zoología puesto que en el continente negro no hay,
hasta donde yo sepa, osos. Su editor, algo más avispado, le hizo caer en la
cuenta y le recomendó que usara el nombre de un país más lejano de cuya fauna
apenas hubiera noticias. Imagino que Bond miró el globo, le dio una vuelta y el
dedo aterrizó en un remoto país en el centro de esa inmensidad llamada
Sudamérica. Ya está, seguro pensó el escritor, mi oso vendrá de allí. Esta vez,
sin quererlo quizás, acertó. En el Perú sí había osos: el de anteojos, por
ejemplo. Aunque no se parece en nada al gordito de Paddington.